Premoniciones

Hacía años que no sabía nada de él, sin embargo, supe que el cuadro era suyo nada más verlo en la exposición. Aquel óleo era la representación exacta de una de las puertas que colonizaban los soportales de la plaza del pueblo. Pero no fue eso lo que me produjo el desasosiego que encogió mi estómago, sino el comprobar que era una copia más del único dibujo que, Jaime, en su adolescencia, repetía con insistencia en cada trozo de papel en blanco que encontraba; en las hojas de los exámenes, en la pizarra, sobre el vaho de los cristales...
Aquella fijación por una de las partes del pórtico fue, según los médicos, el detonante para que su enfermedad diera la cara.
Su obsesión en repetir el dibujo, una y otra vez, unida a la omisión de parte de uno de los capiteles fue lo que le dio el calificativo de enfermo mental y le obligó a seguir un tratamiento que se lo llevó del pueblo para siempre.
Años más tarde, el pórtico se desplomó, nadie encontró una explicación lógica al derrumbe que, misteriosamente, sólo afectó a esa parte de la porticada y que segó la vida de dos vecinos. Era la misma que él repetía en sus dibujos.
En la exposición nos vimos. Apenas cruzamos unas palabras:
-Me alegra verte. ¿Te enteraste de lo que pasó con el soportal?- dije mirando el cuadro.
- Estar loco es más seguro y más racional que ser vidente, ¿no crees? -contestó señalando otro de los cuadros de la exposición.

© Antonia J. Corrales

Una reflexión antigua, tanto como mi primera obra

Los locos del presente son los sabios del futuro.


© Antonia J. Corrales

Deseos ajenos



Su abuela quiso que fuese cura. «Los curas cuidan a los parientes», decía.

Su padre que se licenciase en Medicina: «Un médico en la familia es un lujo»

Su madre un buen hijo que le diese muchos nietos que la mimasen.

Su esposa que fuese marido; amante, amigo, confesor y un padre perfecto.

Sus hijos le exigieron la comprensión infinita que nadie tiene.

Sus nietos un abuelo sin achaques al que no tuviesen que cuidar.

Pero sólo era un ser humano, y quizá, por ello, aquel día, tras abrir la puerta y verlos a todos esperándole en torno al fogón para celebrar la cena de aniversario, se emocionó y olvidó, una vez más, todos y cada uno de los reproches que había escuchado durante años por haber sido él.


© Antonia J. Corrales

Desde el pico del águila





Servidora, ya tiene cierta edad y, a estas edades, comienza a estar de vuelta de muchas cosas. Cuando algunos vienen una, como imagino les pasa a muchos de ustedes, ha hecho el recorrido de ida y de vuelta varias veces, y, cuando menos, está cansada de tanta repetición, de tanto ir y venir, de tanto fallo de Matrix. A veces, algunas veces, como en la canción, optamos por pasar de las actitudes y los comentarios impropios y fuera de lugar con que nos regalan algunas gentes y, como tenemos estrés existencial, o lo que es lo mismo, la estupidez de la que estamos siendo testigos nos hace quedarnos sin fuerzas para contestar con un mínimo de respeto, y antes de pasar por alto los buenos modales, pensamos en aquel famoso dicho que utilizábamos en nuestra juventud... Entonces, tras un leve bostezo producto de la digestión pesada que estamos haciendo, decimos: ¡ paso de todo! Y pedimos un sobrecito de Almax para la acidez estomacal que sabemos nos producirá el no haber enfoscado de rojo vergüenza la moral del susodicho.
Pero, en algunos casos somos incapaces de callar ante la mala baba, la soberbia o cualquiera de esos denominados pecados capitales que, el tonto esférico que tenemos en frente o al lado, nos está sirviendo en bandeja de plata, como si sus tontunas y desaguisados fueran un plato recién creado por nuestros grandes gastrónomos. Él; sin saber de qué va el discurso, sin conocer los ingredientes, sin ser el autor del mismo, se autodefine como el único capaz de cocinarlo. Son aquellas situaciones en las que nos revolvemos por dentro y nuestros valores sufren alteraciones constantes como los mapas políticos actuales. Aquellos momentos que vemos, escuchamos, o somos testigos de cómo, sin el más mínimo pudor, sirviéndose del silencio que nuestra educación nos obliga a guardar, se apropian de los atributos ajenos, de las deferencias que nosotros y los demás hemos tenido al respecto de su devenir profesional o personal. No solo no dan las gracias, sino que se ponen las medallas que no les corresponden. En la mayoría de los casos, nuestras medallas. Es entonces cuando uno no puede más y deja escapar, con gesto torcido, mirada excéntrica y un cierto aire de principio de esquizofrenia aquello de:

" mira bonito, no olvides que a cada cerdo le llega su San Martín. Y yo, en tu lugar, tendría mucho cuidado, porque estás engordando un puñado y demasiado rápido. Ve con precaución, no sea que la fecha de la matanza se te vaya a adelantar así..., de repente"

Pero el tonto en cuestión, que además de ser esférico tiene tanta soberbia como los dígitos del número PI, vuelve a mirarse el ombligo, por supuesto lo hace como siempre, carente de humildad. Le miramos fijamente, tan fijo, que parece que estuviéramos buscando desesperadamente a Wally, pero él, a pesar de nuestra fijeza, de la mirada topográfica que le recorre, no se da por aludido y sigue definiéndose como el descubridor del mundo y sus alrededores. Esto cuando es español, que si es americano, el cenutrio en cuestión suele declararse el salvador del Universo.
Servidora está mayor, mayor para zarandajas, para debates absurdos, para perder el tiempo en ponerle las peras al cuarto a más de uno que se lo tiene bien merecido. Ya saben ustedes: más sabe el diablo por viejo que por diablo y el sabio no es sabio por lo que dice, sino por lo que calla. En base a ello, servidora, en muchas ocasiones, como muchos de ustedes, prefiere callar y dejar que sean ellos, los tontos, los que hablen, porque cada edad tiene su momento, cada momento tiene su edad, y, no lo duden: a cada cerdo le llega su San Martín.


© Antonia J. Corrales

Del programa radiofónico "Desde el pico del águila" Magazine Calle Real- Radio Villalba.

A un amigo muy especial


Hay quien obedece a sus propias reglas porque se sabe en lo cierto;
quien cosecha un especial placer en hacer algo bien;
quien adivina algo más que lo que sus ojos ven;
quien prefiere volar a comprar y comer.
Tú eres ese tipo de persona. ¡No cambies nunca!

Frase para un día "complicado".

La sonrisa cuesta menos que la electricidad y da más luz.


Proverbio Escocés

Polvo de Hadas




A todos los enfermos de Esclerosis Lateral Amiotrófica.



Estabas preciosa, bajo esa luz tenue que rozaba tu frente con desvergüenza, resbalando por ella hasta tu boca. Bajo la sombra que, desde hacía meses, eclipsaba tu mirada… que entonaba en tus ojos un bello y melancólico fado.
Sostenías la pizarra sonriente, sin perder de vista mis ojos que, a pesar de tu empeño, se negaban a caminar por horizontes ajenos a tus labios. Que, anárquicos y teñidos de recuerdos, desobedecían tus deseos, que obviaban, rebeldes, llenos de antojo púber, el frío abecedario que tú, frente a mí, sostenías en tus manos.
Mis pensamientos resbalaban por tu frente limpia,… sobre tus pómulos. Caían incorpóreos uno a uno sobre ti, bebiéndose tu aliento, tus ganas y mis ganas. Para, tras unos instantes, regresar, como tantos otros días, a mí. A este cuerpo que cada día me es más distante, más ajeno, pero que aún siento mío, al que aún reconozco y amo.
No dejabas de sonreír, ignorante a mis visitas diarias, cada día más continuas, al “País de Nunca Jamás”. No quise decirte que había vuelto a ser Peter Pan. Que esta vez no había perdido mi sombra, aquella que te dije extravié cuando nos conocimos porque se fue tras tus pasos, en el aire que movía tu caminar pausado y vital… Esta vez, había perdido mi cuerpo. Hacia meses que volaba sin él sobre los aleros de tejas de barro cocido, de rojo arcilla, ocultando mis secretos, mis pesares, mis deseos y esperanzas, en el acanalado de sus curvas, en el olor a vida que desprendía el agua de lluvia que, tras las tormentas del verano, empapaba su superficie ondulada. Esa lluvia que tanto echo en falta sobre mi ropa, que dejó de resbalar por mi piel el día que dejé de andar.
Desconocías que, antes de emprender mi vuelo por la ventana, robaba tu risa, que atrapaba a hurtadillas, como un adolescente pícaro y atrevido, tus carcajadas. Las guardaba en el laberinto de mis oídos, para espolvorearlas sobre las esquinas oscuras de los barrios marginales, sobre los rostros tristes de los niños desamparados, sobre los gestos anochecidos de las viudas, sobre la tristeza que empaña el sentir de los desheredados. Que una vez más, ella, tu risa, se había colado en el sentir de otros que, también, como me sucedía a mí, andaban desgranando sentimientos sobre horizontes incorpóreos, inexplorados. Que había conseguido viajar a los alfeizares de sus ventanas y apresar sus deseos más profundos. Que tu risa, era ese polvo de hadas que revivía los sentidos, porque tú eras mi Campanilla y Campanilla había conseguido curar a Peter Pan.

«La magia existe. Creo en la magia», decías.
«La Ciencia es magia», respondía yo. «Creo en la Ciencia», insistía, mostrándote los avances de mis estudios, de los estudios de otros que, como yo, siguen creyendo que la imaginación es más poderosa que el conocimiento. De otros que viajan incesantemente, día tras día, al “País de Nunca Jamás” buscando aguja e hilo con los que coser deseos que se hacen realidades cumplidas y vividas.
Porque allí, en el “País de Nunca Jamás”, la magia, es la realidad.


©Antonia de J. Corrales

*Publicado en el número 60 de la revista adELA informa . Radiado en Calle Real. Radio Villalba.

AÑIL


Traspapelé los recuerdos de aquella triste mañana, pero no tus ojos zarcos, violetas de tu mirada.Extravié tus memorias, dejé de esgrimir la palabra y me empapé del silencio que derramó tu fantasma. Descarrié tus recuerdos y con ellos mis palabras. Dejé de hablar para siempre aquella triste mañana, cuando la muerte se llevó el añil de tu mirada.


© Antonia J. Corrales
*Texto publicado en The Big Times

Eterno quebranto




Por las vías ensangrentadas, con el aullido de las sirenas taladrando su alma y su corazón corre y llora pidiendo una respuesta de su dios.Con el teléfono móvil entre las manos, con la esperanza puesta en volver a oír su voz, suplica lloroso una respuesta del otro lado, preguntándole el porqué de todo aquello a su dios.Con el fusil en las manos, con el desierto bajo sus pies, con la adolescencia aún despertando en su mirada, camina, corre y grita bajo el fuego de los cazas..., dice morir por su tierra y por su dios.Con su vida derruida, sin futuro ni esperanza, llora, reza, suplica sobre el cadáver de su mujer y sus hijos, preguntándose por qué no les ha protegido su dios. Con la dinamita galopando en su cintura grita, dice matar y mata por su dios. Con el misil entre las piernas, las urnas como corona, los Cobras sobrevolando los poblados, con las armas nucleares esperando, con los territorios ocupados, se siente y habla en nombre de Dios. Con las armas biológicas, con los terroristas de su lado, con los niños, mujeres y hombres gaseados, con los disidentes asesinados, con las mujeres empaladas tras un burka, se siente y habla en nombre de Dios. Tras la oscuridad de la noche, cuando vuelve a amanecer, lo blanco se convierte en negro, la luz en oscuridad, a Dios le han condenado a perpetua y el Diablo tiene la condicional.

© Antonia J Corrales
*Texto publicado en la revista The Big Times

AÑORANZAS


Añoro aquellas tardes de verano, cuando el sol comenzaba a caer sobre el horizonte y el trigo se ondulaba en las eras como lo hace el cuerpo desnudo de una mujer bajo las manos de su amante. Añoro el silencio que preñaba las calles en la hora de la siesta. El sol que abrasaba los adoquines de la plaza al mediodía, el sonido del agua cayendo por el caño de la fuente. El olor que desprendían los tomates que colgaban de la mata en las tierras recién regadas por aquellas tormentas veraniegas que dejaban el campo y el cuerpo lleno de iones, húmedo de vida. El canto intrépido y constante de las cigarras que emigraron del pueblo buscando tierras sin cemento.

Añoro el sabor del pan con chocolate, el olor a la leña que desprendían las hogueras en la noche de San Juan. El tacto aterciopelado y fresco del cuero de la bota de vino de mi abuelo…, y su cordón rojo, y la boina negra que en invierno le protegía, como él decía, de coger una pulmonía.

Añoro el cante por bulerías, los fandangos que mi padre entonaba devanando los motores de las lavadoras, que antaño siempre tenían arreglo.

Añoro el ruido que producía el arrastre de la pastilla de jabón sobre la tabla de lavar, sobre la ropa que, minutos después, mi madre escurría con sus manos de piel áspera y quebrada y que más tarde colgaría en la cuerda que atravesaba el patio de la casa de lado a lado. El aroma del jabón casero, las migas con chorizo, e incluso, el Ángelus que nos obligaban a rezar para ser perdonados de unos pecados cometidos en una edad y unos tiempos en los que aún no habíamos aprendido a pecar.

Echo en falta aquel viento limpio que olía a tierra mojada, a alfalfa quemada por el sol, al agua fresca de los ríos que corría con un caudal limpio y cristalino, en donde las truchas: los barbos, las tencas, los lucios y los cangrejos aún se podían pescar. Los espárragos verdes cogidos a pie de carretera. Los atascos domingueros, que llevaban el eco de los goles, retransmitidos por la radio con euforia latina, hasta los arcenes de las comarcales. Aquellas carreteras vestidas de seiscientos, escarabajos y SEAT, en donde los mojones aún tenían notoriedad. El colorido de las motos de campo que hacían filigranas sobre las piedras. El vuelo de los abejarucos que anidaban en los márgenes secos de los cauces. El sabor de las patatas y los huevos fritos en el campo, bajo las ascuas de una hoguera que siempre quedaba enterrada en la arena de la playa del Guadarrama o del Cofio. Playas de agua dulce repletas de madrileños que se iban sin dejar rastro de su permanencia en el lugar, que retiraban hasta el último residuo sin necesidad de que nadie les concienciara de que debían hacerlo.

Añoro aquellos Celtas cortos sin boquilla, matadores pero baratos, y los paquetes de cartón dorado de Kaiser o los de Ducados que escondíamos en el calcetín. Los guateques, en los que todos poníamos de todo, cuando no teníamos de nada. A los pinchadiscos, que sabían cómo y cuando debían poner las canciones lentas. Los encierros, las señales luminosas de los vehículos que circulaban en dirección contraria y nos indicaban que, a unos metros, estaba la Guardia Civil. Los puestos de melones y sandías, que el vendedor calaba y nos daba a catar antes de comprar.

Añoro las historias de fantasmas que situaban a la misma chica en todas las carreteras comarcales de todas las provincias. Los libros prohibidos que nos íbamos pasando de uno a otro en el más absoluto de los secretos. “El último tango en París”, que de tango no tenía nada y de París, el nombre. A ese cartero que llamó más de dos veces y nunca trajo la carta que esperábamos.

Añoro las sillas de anea en las aceras. El negro enlutado de las abuelas que hacían calceta y bolillo como el que no quiere la cosa. Su murmullo ante el caminar de caballo jerezano de la Encarna, que cimbreaba sus caderas con tronío, como ahora lo hacen las modelos en las pasarelas. Aunque la Encarna era más mujer, tenía más curvas, menos huesos y más salud, pero, según rezaban las crónicas del pueblo, le faltaba lo más importante: un poco de vergüenza, aquella que muchas de nosotras también fuimos perdiendo poco a poco.

Añoro la risa afeminada de Carlos, sus ademanes de mujer fatal, su ansiedad por aprender a utilizar el lenguaje con precisión y maestría de literato, su sueño y tensón por llegar a ser mujer algún día. Los piropos que le dedicaba a Javier, quien, incómodo ante nuestras risas, le decía, una y otra vez, que a él le gustaba la carne y no el pescado. Piropos que, a pesar del apuro que le hacían pasar, soportaba día tras día, porque eran amigos.

Añoro “las quedadas” que hacíamos en el bar del pueblo, las horas muertas junto al futbolín o la máquina de bolas. Las pipas en el parque o en las vallas de piedra que delimitaban los jardines de los hoteles de lujo, como antes llamábamos a los chalés. Los vaqueros que, para estar en onda, desgastábamos frotándolos contra las piedras.

Añoro el tiempo que antes se tenía para hablar y para escuchar a los amigos. Ese tiempo en que las charlas se hacían de tú a tú, sin teléfonos ni mensajes vía e-mail o SMS. Ese tiempo en que uno se sentía vivo porque vivía todo con mayor intensidad, porque había tiempo para vivir.

Añoro aquellos días en que nadie tenía prisa por hablar antes de escuchar. En que el sol salía sobre los prados libres de edificios, en que el aire era limpio y fresco. Esos tiempos en los que los pájaros, los reptiles, los roedores y los insectos no tenían que escapar de su mayor depredador: las constructoras.

Añoro no poder enseñarles a mis hijas la belleza de una noche sin luna. El paso de un meteorito y encomendarles a que comprueben cómo, tras la visión de su estela, se cumplen los deseos. Me duele, que no molesta, el no poder hacerlo porque ellas vivan y les hayan enseñado a vivir en ese espacio de tiempo virtual en el que el paisaje es una pantalla y horizonte se escribe sin “h”.

Me duele no poder explicarles con ejemplos tangibles que, a pesar de buscar, no encuentro en ningún sitio, que la felicidad no depende de lo que uno tenga, sino de lo que uno necesite. Que la publicidad es mentira y las películas una ficción; sobre todo, las americanas.

Añoro esa capacidad que antes se desarrollaba por cultura, por arraigo cultural transmitido de padres a hijos, esa que nos enseñaba que la vida no es sólo vivir, es saber vivirla. Vivirla, como dice el título de la obra de Márquez, para contarla. Contarla y escucharla para no tener que decir lo que decía Lope de Vega en su poema: A mis soledades voy, de mis soledades vengo, porque para andar conmigo, me bastan mis pensamientos.



© Antonia J. Corrales


*Del programa radiofónico “Desde el pico del águila”, del Magazín matinal “Calle Real”, -Radio Villalba- emisión del 8 de febrero de 2007. Editado en Gibralfaro, sección Lírica.

El jersey

He vuelto a salir a la calle y como entonces, antes de que te marcharas, he sacado la silla de anea y me he sentado frente a la plaza, hacía sol.

Sabía que no volverías, lo supe cuando te vi calzarte esas pesadas botas de militar, cuando me contemplaste inerme, distante, lejano como un recuerdo. Tu mirada se me antojó extraña, no te reconocí tras ella y comprendí que te había perdido para siempre, que ya no eras el mismo.

Hoy, un año después de tu marcha, he vuelto a coger las agujas. Estoy tejiéndote un jersey, en él prenderé la medalla que, a título póstumo, te dieron. Lo hago porque no sé en dónde ponerla. Tu padre dice que desvarío, que no coordino, pero mis dedos siguen moviendo las agujas con exactitud: una del derecho y dos del revés. Tejer, a veces, es como vivir, se hace por inercia. Las cosas siguen igual, tu muerte no ha cambiado nada, como tampoco cambiaron nada las demás. Las guerras, ya te lo dije, sólo sirven para matar, da igual quien sea el que muera, da igual.

He de limpiar la maleza, pintar la puerta, volver a recorrer las calles, dejar de recordarte, he de hacer demasiadas cosas, pero antes debo acabar tu jersey, ya te dije; no sé qué hacer con este espantoso trozo de metal.


© Antonia J. Corrales

*Texto publicado en la revista Gibralfaro de la Facultad de Málaga

Cuatro de julio

Entre miembras, corbatas y termómetros una no sabe si está dentro de una viñeta de los irrepetibles Mortadelo y Filemón, o sufre de alucinaciones causadas por el calor y el estrés que nos produce el concepto "líquido a percibir" de la nómina. De una nómina que, desde hace demasiado tiempo, parece un resto arqueológico: momificada, invariable, terriblemente enterrada bajo la quietud de sus números. Menos mal que podemos refugiarnos en anuncios tan magistrales como el de "Mastercarde" , merecedor de un premio a la imaginación y el ensalce a la Cultura. Aunque, todo hay que decirlo, la magia nos la rompen de un sopapo los caballeros y las señoras -que no caballeras-, que andan a gatas trajeados -éstos sí están "encorbatados"-, anunciando pañales. Lo que hay que ver!! Si mi abuelita levantara la cabeza!!! Con lo sencillo que es no dar rodeos y llamar a las cosas por su nombre... Claro que, para eso, uno tiene que saber cómo se llaman las cosas o querer utilizar el apelativo correcto... que a veces no interesa.
Dejando de lado estas cosas que lo único que pretenden es desviar nuestra atención de lo verdaderamente importante, y, para el que quiera saber qué es el HAARP, esta noche estaré en directo en el programa de PUNTO RADIO "LUCES EN LA OSCURIDAD" . También hablaré sobre mi novela, "La décima clave". Será sobre las tres de la mañana. Es tarde, pero... quién puede dormir con estas noticias y estos anuncios??


© Antonia J Corrales