La Nada
Aquellos momentos en los que la soledad no
tenía hueco en mi vida son los que aún me mantienen con vida. Lo único que me
hace no tomar una decisión drástica para poner fin al vacío que me engulle poco
a poco, día tras día.
Recuerdo las risas, las meriendas, las
reuniones, las visitas inesperadas o el tapeo de los domingos. Incluso alguna
que otra rosa solitaria, tan hermosa y única como la de El Principito. Ahora ya no hay nada. No existe. Es como un sueño
lejano, como si todo formase parte de otra vida que nunca fue la mía. Fui,
fuimos y dejamos de ser. En el fondo, a veces, en las noches con o sin luna,
cuando Venus se alza en el estrecho horizonte de mi ventana, en el escueto
horizonte de lo que es ahora mi vida, pienso que tal vez jamás existí, que todo
es una mentira, ¡una gran mentira! Tal vez nunca debí hacerlo. A existir, me
refiero, si es que ahora lo hago. Puede parecer una locura, falta de raciocinio, pero es lo más
coherente, lo más sensato que he pensado y sentido jamás. Porque, a veces, la
soledad, la falta de ayuda, de preocupación, ése no hacer, como si no
existieras, como si fueses una solitaria, fría y lejana parada de autobús
dónde, de vez en cuando, alguien hace un alto, es como un manotazo a un puzle
tridimensional. A ese puzle en el que poco a poco te has convertido sin darte
cuenta. Y te destroza, te hace añicos. Desperdiga tus piezas, lo que fue tu
vida y solo no puedes recomponerte,
porque careces de fuerza y hay fragmentos
que ya no están. Desaparecieron sin que lo notases, con el paso de los años.
Y, de repente, el barrio, tu barrio, tu calle,
tu acera, aquella mesa en la terraza del bar, los tuyos…, han dejado de ser lo
que fueron; o lo que creías que eran. Ahora eres un viandante sin rumbo que deambula como un
indigente en un lugar que conoces y desconoces al mismo tiempo. La nada, como
en La Historia Interminable, se lo ha
tragado todo.
Antonia J Corrales © Copyright febrero 2024