Estás cansada, sueles decirme acariciando mis mejillas, mirándome fijamente con expresión de curiosidad, como si nunca hubieras visto ese gesto de fatiga que achica mis ojos. Tal vez sea eso, el cansancio, lo que oprime mis venas haciendo que mi pulso se agilice más de lo habitual y con él mis pensamientos. Esas reflexiones que me aturden, las mismas que hace días me persiguen como rateros en busca de su botín. Las que repiten cargadas de melancolía, que es peligroso dejarse abatir.
Ayer te perdiste la luna nueva en la mañana, frente a la carretera, nívea y enorme como aquella que hechizaba a Cher. Esa luna que comparte amaneceres con el sol, que cobija mis nostalgias, mis silencios, mientras la radio suena en el coche. Mientras los mismos de siempre nos cruzamos en los mismos caminos, en las mismas carreteras comárcales y nacionales, en el trayecto casi autómata del maldito y atestado autobús, donde, día tras día, te pienso. Algunos hasta nos sonreímos, ajenos a nuestras vidas, a nuestros nombres, a nuestro cotidiano ir y venir. Nos sabemos, nos intuimos e incluso nos echamos en falta.
El cansancio…, quizás tengas razón y sea eso lo que me obliga involuntariamente a cerrar los ojos buscando tus manos en vez de tu cuerpo. Sí, quizás sea él, el abatimiento, el que hace que los días se sucedan ajenos, inhabitables, hasta desfallecer en la penumbra, en el cálido letargo, que da paso a cada anochecer.
© Antonia J Corrales
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