MUJER
Y cuando el dinosaurio abrió los ojos, la mujer aún seguía
allí. Había llevado a los niños al colegio, al pequeño al pediatra, recogido la
colada, planchado las camisas. Pidió la compra por internet para que la
trajeran al día siguiente. Hizo la comida, la cena y programó las duchas y los
deberes de los niños para la tarde. Después cumplió con sus funciones en el
trabajo fuera de casa y calló cuando el jefe le dijo que tener al pequeño enfermo
no era óbice para su retraso laboral. Hizo media hora extra para recuperar el
tiempo perdido, pero antes pidió a una de sus amigas que recogieran a los dos
mayores del colegio y relevara a su madre de su labor de enfermera. Entrada la
noche, después de ordenar la cocina, escuchó a su pareja, como a diario,
compartir sus penas con ella y le dio ánimos explicándole que la vida era eso,
a no ser que una lotería les retirara de la maldita crisis. Del maldito mercado
laboral que en aquellos momentos se aprovechaba de la situación invitando a
marcharse al paro a quién no estaba de acuerdo con la explotación a la que era
sometido. Él sonrió, le tomó la mano y en un instante
impreciso, rápido y silencioso se durmió como los tres niños lo habían hecho
minutos antes. Ella, acariciándole la cabeza recordó los años pasados en los que el cansancio no
les vencía y retozaban casi a diario conociendo todos y cada uno de los recodos
de la piel del otro. Le arropó como lo hace una madre, le beso como una amante.
Ya le había escuchado como una amiga. Caminó hacia el baño. Se dio una ducha
caliente. Después abrió la caja del tinte del pelo, se miró las raíces, la piel
de la cara sin hidratar, las uñas sin limar y pensó: estoy agotada, pero tengo
que hacerlo. En la radio una tertulia monótona, manida y mentirosa intentaba convencer
que la política económica y social iba
bien. También debatían sobre la igualdad de la mujer y el progreso en la erradicación
de la violencia de género. ¡Demagogos!, dijo en un murmullo lleno de impotencia
y rabia. Se guardó un pensamiento más pecaminoso y real para sí. No merecía la
pena. Apagó la luces ya entrada la madrugada y se
durmió sujetando en su mano derecha, con una de sus uñas recién pintada pegada al
papel del dibujo que le había hecho el mayor de sus hijos como regalo por el
día de la mujer trabajadora. Tenía ya 14 años y su raciocinio superaba la media.
A ella le gustaba que fuese tan listo. Se sentía orgullosa por ello, pero a
veces le asustaba que fuese tan reivindicativo, tan justo, tan de verdad. Aquello
se estaba convirtiendo en un problema porque cada día había más injusticias y
menos tolerancia. Se sonrió con pena recordando a su madre, lo que le decía
cuando ella era joven y corría frente a los "grises" en la facultad.
La vida, pensó, es un círculo y su cuadratura es casi imposible.
En la cartulina había un dinosaurio y su pie de página rezaba:
Las
mujeres son dinosaurios: valientes,
fuertes, comprensivas, madres, esposas, hijas, amantes, amigas... Tú eres todo
eso y más. Eres nuestro dinosaurio, no queremos que te extingas, piensa más en
ti. Todo lo demás puede esperar.
¡Te queremos!
Copyright © Antonia J Corrales
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