Naciste en un pueblo
pequeño, labriego, de gente pobre que
terminaba de vivir una cruenta guerra civil, una vergonzosa y despiadada guerra
entre hermanos. Huérfana de madre casi al nacer, viviste una infancia desgraciada.
Hambruna, carencias tan extremas como para comer cascaras de patatas en las
calles o robar unas bragas tendidas en un patio, o parte de un puchero de
garbanzos. Malos tratos y torturas continuos hasta que un día que permanecías
colgada por los pies del techo, con siete años, un vecino te vio por el ventanuco y dio parte a la
Benemérita. Te descolgaron de aquellas ataduras que te pendían como un
corderito que espera el matadero como única salvación. Amoratada y medio
inconsciente. Aquellas cinchas que tu propio padre utilizaba para pegarte o encadenarte
descargando sus frustración y su instinto animal contigo. La Guardia Civil te
llevó a un colegio de monjas donde te enseñaron a limpiar, sólo a limpiar,
coser y guisar. Eras hija de los pobres y los desheredados eran servidumbre. No
te enseñaron a leer ni a escribir. Creo que Dios se vengó de ellos haciendo que
parieses a una escritora. Tu primera hija. Una escritora, que hoy, madre, no
encuentra palabras, las palabras justas, la palabras adecuadas, las necesarias
para expresar el dolor de tu pérdida, porque te has ido sin saber demasiadas
cosas. Sin darte cuenta, sin comprender,
sin habitar el silencio de los que te queríamos. Maldita enfermedad, maldita
muerte, maldita vida que alinea, que deshereda a muchos para el beneficio de
otros. Maldita muerte que se te ha llevado sin avisar, sin darnos tiempo a una
despedida, a un adiós y un beso en tus mejillas. Sin dejarnos tomar tus manos o
cerrar tus ojos.
Te veré en la risa de los niños
que tanto te gustaba, en las telenovelas llenas de enredos y amores imposibles.
En el punto de aguja. Al lado de tu máquina de coser, tarde tras tarde, año tras año. En los estampados
de tus vestidos, en los colores vivos. En las plantas que no conseguías
conservar porque se marchitaban, pero que adorabas. En los cientos de cuadros que copan el pasillo
con fotos de mis hijas, mi marido, mis hermanas, mis sobrinos y cuñados. En las
pocas cosas que tenías de valor porque todo lo dabas. Te echaré en falta cuando
haga rosquillas de anís, pero te sentiré a mi lado, como cuando me diste el
punto aquel que me faltaba para saber hacer las lentejas, que siempre se me
quemaban o salían demasiado aguadas. Ahora soy una maestra haciéndolas. Te has
ido, pero has dejado un poco de ti en cada uno de nosotros. Sólo le pido a Dios
que te arrope y que no sientas más dolor. Que te dé alas para volar. Que haga
que sientas la libertad, porque siempre fuiste un espíritu libre encerrado en
una vida y un tiempo que no mereciste. ¡Hasta siempre, mamá!
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