Creo que va a llover. Eso dicen, eso dijeron en el parte
meteorológico. El del tiempo, sí. Es martes. Septiembre da señales de vida. Al
fin se despereza. Las uvas ya no están por madurar porque ahora lo hacen sin tener en cuenta la
posición de la Tierra; bajo mares de plástico. A cualquier hora y cualquier día
de cualquier mes. Han perdido, como los tomates, ese sabor tan especial a vida.
Ahora solo alimentan. Se parecen un poco a nosotros, a veces, tan insípidos.
Ellos faltos de sabor y vida y nosotros de libertad y alma cándida. Siempre me
enamoró la candidez.
Hace tiempo que no tengo tiempo. Que la vida no me da. Y
echo en falta la calma chicha, la pausa, la coma o un trío de puntos
suspensivos donde columpiar mis pensamientos. También aquellas charlas pausadas, huérfanas de algún incómodo hilo de
WhatsApp. Empaparme de su risa o de la mía, que también me hace sentir bien.
Café en mano escucho el telediario, sin tostadas, con
galletas, porque, ya saben: el tiempo no me da. Paseo con mi perro en una
soledad que no es tal. Bajo un cielo semioscuro
y un aire húmedo y premonitorio
de tormenta que me hace sentir viva; porque soy una mujer de agua.
Allá, en aquella
ventana abierta, cubierta con una tenue luz que parece un faro en la madrugada
de este día que aún no ha despuntado, suena una canción abandonada que pasea
sus acordes sobre mi teclado. Me espera. Ella y el teclado. Pero antes de encender
las candilejas, de prender el incienso, antes de dejar volar mi imaginación,
volveré a ser un poco insípida dando candela a los fogones, tendiendo la ropa
al viento, recorriendo las carreteras para acudir a alguna cita ineludible de
trabajo. Me miraré al espejo sin verme y correré para no perder ese autobús
lleno de vida y sueños donde algunos nos
encontramos casi a diario. Y pensaré,
como lo hago todos los días, con el sueño achicando mis ojos, que la vida, gracias a Dios, no se detiene.
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© Antonia J Corrales
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