"No quise creer en la existencia de las brujas hasta
que me vi obligada a aceptar que era una de ellas. Una bruja torpe y sin escoba
que habitaba en una ciudad ruidosa, de calles asfaltadas y semáforos que
acompañaban con sus luces verdes, ámbar y rojas mis pasos en la madrugada; una
bruja que se sentía presa, encadenada a una agenda y un reloj. Hacía años que
había dejado de volar, que había cambiado el rumor del bosque por el sonido atronador
de cientos de coches con venas de plástico y sangre negra.
Vivía en una gran urbe donde la magia había desaparecido, devorada
por los atascos en hora punta y a deshora. Los hechizos lanzados al aire se
perdían entre el bullicio de los centros comerciales abarrotados y la luz de
las farolas impedía que los seres fantásticos se escondiesen entre las hojas de
unos árboles que se habían ido, que habían dejado de sombrear las aceras. La
magia, allí, únicamente daba señales de vida en la literatura y el cine. Muchos
querían creer en ella. Eran conscientes de que la necesitaban para vivir, para
darle sentido a una vida que parecía virtual, ajena a uno mismo, pero pocos se
atrevían a decir que creían. Eran escasos los disidentes, los que le echaban
ganas y coraje para buscarla en la mirada perdida de un mendigo o en un cielo
donde las estrellas habían desaparecido, absorbidas por el agujero negro de la
civilización. Los presentimientos se diagnosticaban como angustia, las visiones
como delirios y la mayoría creía que el tiempo en el que vivía, aquella
realidad ruidosa y ajena, donde los deseos y los sueños se controlaban como si
estuvieran envasados al vacío, era la única. La única realidad, la única
posibilidad, la única salida, pensaban. Pero... se equivocaban. Tras ella había
muchas otras, y cada una, cada realidad, era vital para que existiesen las
demás. Para habitarlas, solo era necesario creer, pero muchos hacía tiempo que
habían perdido la fe."
Una bruja sin escoba
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