En aquellos años, servidor aún era joven, la fuente de ingresos del pueblo eran los cultivos de la vega del Tajuña: garbanzos, lentejas, ajos, girasoles, mazorcas de maíz, calabazas, melones, sandías y los olivos, que, como habrá visto, aún delimitan el horizonte con ese verde oscuro irrepetible. ¿Estará usted conmigo en que es un tono peculiar? —me inquirió. Asentí con un gesto afirmativo de mi cabeza—. Entonces, no teníamos donde llevar la sal y la pimienta sin que ambas se mezclaran en las alforjas con toda la comida y, por ello, ideamos esto —dijo levantando una caña hueca—. Vaciábamos la caña, le poníamos un corcho en el extremo inferior y la llenábamos de sal hasta la mitad. En la mitad hay un nudo que separa las dos partes. Después, poníamos la pimienta encima y tapábamos el otro extremo con otro corcho. ¡Así! —concluyó poniendo el tapón en el extremo inferior, y le dio sonriente la caña a una de mis hijas, a la más pequeña. Las otras dos miraban el artilugio como si éste hubiese salido de un libro de fábulas, de cuentos que narran historias en las que cualquier cosa, por insignificante que ésta sea, está llena de magia y misterio; es portadora de vida y prosperidad.
Ven ustedes lo simple que era la vida entonces —dijo clavando sus ojos vidriosos y glaucos en los míos. Mientras, yo, me dejaba llevar por el olor del tomillo, del romero, de la albahaca, de los cientos de manojos de hierbas aromáticas que colgaban del techo atadas por cuerdas de esparto, y que el hombrecillo, bajito y de piel limpia y morena, había recolectado y anudado con la misma cuerda de la que estaba hecho el cinturón de sus pantalones. Hiervas que constituían, junto a las ristras de ajos, las mazorcas de maíz, los girasoles, las calabazas secas y las legumbres, que aún medía con un celemín, la fuente primordial se sus ingresos.
Cuando entramos en el local, estaba sentado en una vieja silla de anea, la misma en la que le vi el primer día que entré en la tienda, hacía ya unos cinco años. Su lugar de trabajo y actitud no habían cambiado, tampoco el local que aún exhibía los mismos rincones repletos de aperos de labranza, ya en desuso. Los desconchones de las esquinas de las paredes y los claroscuros poseían el mismo poder que los encantamientos, haciendo que las historias de elfos, de hadas, de personajes que en apariencia sólo existen en la imaginación, tuvieran razón de ser, que fueran tan posibles, tan reales, como lo era nuestro asombro ante las sensaciones que un simple puñado de cultivos nos producían. Un local en el que los cristales de las ventanas de la puerta, cuarteados por madera reseca, estaban tapados con carteles taurinos antiquísimos; con anuncios de jarabe, de Quina santa Catalina…, incluso de algún que otro bando municipal de promulgado tres décadas atrás. Allí no había neones que reclamasen la atención de los turistas, ni números que indicaran el precio de unos artículos exentos de conservantes, colorantes o edulcorantes, ni máquinas registradoras, ni ordenadores. La instalación eléctrica estaba compuesta de un punto de luz del que se alimentaba la bombilla que pendía del casquillo y que alumbraba en los días oscuros y grises el centro del local. La tienda, ni tan siquiera tenía nombre. Le sucedía lo mismo a la bollería situada, como la tienda del anciano, en la plaza de Chinchón. Allí, los bollos, según nos dijo la panadera, una mujer robusta y lozana, tan limpia como su local, nos hizo saber que para pedir el producto que deseábamos bastaba con señalarlo, porque aún no había bautizado sus artesanales y exquisitos dulces. No por falta de padrino, que había tenido unos cuantos, sino porque, aquello, lo del nombre, no tenía importancia.
Mientras nos perdíamos por las calles empinadas, vestidas de miradores seculares, alfombradas de piedra, por las calles de un pueblo que aún conserva intacto el olor y la esencia del pasado, donde algunos de sus lugareños aún nos dan clases de vida, de esa vida que hemos olvidado vivir, otros hacían turismo espacial y su capricho copaba todos los informativos como si el esnobismo, el despilfarro de millones de dólares en unas horas, el capricho de un llamémosle “señor de la tecnología”, fuera una mención de honor en vez de una infamia, un insulto para los países que aún están en vías de desarrollo, para los cientos de niños que mueren por no tener una vacuna para combatir el sarampión, o penicilina para diezmar las terribles secuelas que puede producir una escarlatina sin tratar. Como si su despilfarro, con el que se podía diezmar de un plumazo la hambruna que asola a millones de personas en el mundo, fuese algo para loar en vez de repudiar.
Mientras presenciábamos la representación espectacular de La Pasión de Cristo, mirando suplicantes al cielo encapotado y que se mostró benévolo no dejando caer ni una sola gota de agua durante toda la escenificación, los terroristas suicidas seguían inmolándose en nombre de su dios. Mientras escuchábamos como la Iglesia Católica bautizaba a María madre de Jesús como la fiel defensora de las mujeres maltratadas, olvidándose de María Magdalena que según rezan los evangelios sería la justa representante de las víctimas del maltrato femenino, más mujeres seguían siendo asesinadas por sus parejas. Mientras los romanos que personificaban a los de entonces, rodeaban al joven y guapísimo actor que interpretaba magistralmente el papel de Jesús, arrastrando su cruz sobre los pedernales húmedos de la plaza, cayendo con fuerza sobre ellos, arañándose las piernas desnudas y desollándose los nudillos amoratados y gélidos, cientos de presos políticos, como él, aún seguían en las cárceles víctimas de torturas y vejaciones, en pleno siglo XXI.
Como si nada hubiera pasado, como si todo siguiera igual y lo único que hubiera cambiado fueran las vestimentas, el léxico utilizado, y la lejanía de los hechos en el tiempo, junto a las comodidades y los avances tecnológicos y científicos, y estos nos hubieran hecho más insensibles a las penurias ajenas, a la verdadera esencia de la vida, todos nos dejábamos llevar por el tumulto, por lo hermoso del lugar y la escenificación de unos hechos sucedidos hace veinte siglos, olvidando que otros hombres, en otros lugares, aún siguen padeciendo los mismos calvarios, las mismas privaciones, las mismas torturas, aunque estos no se llamen Jesús ni su madre sea virgen.
Mientras el tendero preparaba la caña para que mi hija se la trajera a casa como souvenir, el hombre viajaba al espacio alejándose de la Tierra y hacía lo que siempre ha hecho el ser humano, perder la perspectiva de lo que realmente es valioso, saber colocar la sal y la pimienta sin que éstas se junten con la comida, sin que se desparramen en las alforjas. Como le sucede a la conciencia social, que a medida que pasa el tiempo está más desparramada.
© Antonia J Corrales
*Artículo emitido en Radio Villalba, programa matinal: "Calle Real". Espacio: "Desde el pico del águila"
Ven ustedes lo simple que era la vida entonces —dijo clavando sus ojos vidriosos y glaucos en los míos. Mientras, yo, me dejaba llevar por el olor del tomillo, del romero, de la albahaca, de los cientos de manojos de hierbas aromáticas que colgaban del techo atadas por cuerdas de esparto, y que el hombrecillo, bajito y de piel limpia y morena, había recolectado y anudado con la misma cuerda de la que estaba hecho el cinturón de sus pantalones. Hiervas que constituían, junto a las ristras de ajos, las mazorcas de maíz, los girasoles, las calabazas secas y las legumbres, que aún medía con un celemín, la fuente primordial se sus ingresos.
Cuando entramos en el local, estaba sentado en una vieja silla de anea, la misma en la que le vi el primer día que entré en la tienda, hacía ya unos cinco años. Su lugar de trabajo y actitud no habían cambiado, tampoco el local que aún exhibía los mismos rincones repletos de aperos de labranza, ya en desuso. Los desconchones de las esquinas de las paredes y los claroscuros poseían el mismo poder que los encantamientos, haciendo que las historias de elfos, de hadas, de personajes que en apariencia sólo existen en la imaginación, tuvieran razón de ser, que fueran tan posibles, tan reales, como lo era nuestro asombro ante las sensaciones que un simple puñado de cultivos nos producían. Un local en el que los cristales de las ventanas de la puerta, cuarteados por madera reseca, estaban tapados con carteles taurinos antiquísimos; con anuncios de jarabe, de Quina santa Catalina…, incluso de algún que otro bando municipal de promulgado tres décadas atrás. Allí no había neones que reclamasen la atención de los turistas, ni números que indicaran el precio de unos artículos exentos de conservantes, colorantes o edulcorantes, ni máquinas registradoras, ni ordenadores. La instalación eléctrica estaba compuesta de un punto de luz del que se alimentaba la bombilla que pendía del casquillo y que alumbraba en los días oscuros y grises el centro del local. La tienda, ni tan siquiera tenía nombre. Le sucedía lo mismo a la bollería situada, como la tienda del anciano, en la plaza de Chinchón. Allí, los bollos, según nos dijo la panadera, una mujer robusta y lozana, tan limpia como su local, nos hizo saber que para pedir el producto que deseábamos bastaba con señalarlo, porque aún no había bautizado sus artesanales y exquisitos dulces. No por falta de padrino, que había tenido unos cuantos, sino porque, aquello, lo del nombre, no tenía importancia.
Mientras nos perdíamos por las calles empinadas, vestidas de miradores seculares, alfombradas de piedra, por las calles de un pueblo que aún conserva intacto el olor y la esencia del pasado, donde algunos de sus lugareños aún nos dan clases de vida, de esa vida que hemos olvidado vivir, otros hacían turismo espacial y su capricho copaba todos los informativos como si el esnobismo, el despilfarro de millones de dólares en unas horas, el capricho de un llamémosle “señor de la tecnología”, fuera una mención de honor en vez de una infamia, un insulto para los países que aún están en vías de desarrollo, para los cientos de niños que mueren por no tener una vacuna para combatir el sarampión, o penicilina para diezmar las terribles secuelas que puede producir una escarlatina sin tratar. Como si su despilfarro, con el que se podía diezmar de un plumazo la hambruna que asola a millones de personas en el mundo, fuese algo para loar en vez de repudiar.
Mientras presenciábamos la representación espectacular de La Pasión de Cristo, mirando suplicantes al cielo encapotado y que se mostró benévolo no dejando caer ni una sola gota de agua durante toda la escenificación, los terroristas suicidas seguían inmolándose en nombre de su dios. Mientras escuchábamos como la Iglesia Católica bautizaba a María madre de Jesús como la fiel defensora de las mujeres maltratadas, olvidándose de María Magdalena que según rezan los evangelios sería la justa representante de las víctimas del maltrato femenino, más mujeres seguían siendo asesinadas por sus parejas. Mientras los romanos que personificaban a los de entonces, rodeaban al joven y guapísimo actor que interpretaba magistralmente el papel de Jesús, arrastrando su cruz sobre los pedernales húmedos de la plaza, cayendo con fuerza sobre ellos, arañándose las piernas desnudas y desollándose los nudillos amoratados y gélidos, cientos de presos políticos, como él, aún seguían en las cárceles víctimas de torturas y vejaciones, en pleno siglo XXI.
Como si nada hubiera pasado, como si todo siguiera igual y lo único que hubiera cambiado fueran las vestimentas, el léxico utilizado, y la lejanía de los hechos en el tiempo, junto a las comodidades y los avances tecnológicos y científicos, y estos nos hubieran hecho más insensibles a las penurias ajenas, a la verdadera esencia de la vida, todos nos dejábamos llevar por el tumulto, por lo hermoso del lugar y la escenificación de unos hechos sucedidos hace veinte siglos, olvidando que otros hombres, en otros lugares, aún siguen padeciendo los mismos calvarios, las mismas privaciones, las mismas torturas, aunque estos no se llamen Jesús ni su madre sea virgen.
Mientras el tendero preparaba la caña para que mi hija se la trajera a casa como souvenir, el hombre viajaba al espacio alejándose de la Tierra y hacía lo que siempre ha hecho el ser humano, perder la perspectiva de lo que realmente es valioso, saber colocar la sal y la pimienta sin que éstas se junten con la comida, sin que se desparramen en las alforjas. Como le sucede a la conciencia social, que a medida que pasa el tiempo está más desparramada.
© Antonia J Corrales
*Artículo emitido en Radio Villalba, programa matinal: "Calle Real". Espacio: "Desde el pico del águila"
5 comentarios:
¡GENIAL!
Te doy opinión sobre las dos partes del relato que a mí parecer quedan muy bien diferenciadas.
La primera parte descriptiva me encanta, no has perdido ni un pequeño matiz y admiro tu riqeza de vocabulario. Da gusto ir leyendo frase tras frase, creo que hasta he podido oler las hierbas aromáticas. Por cierto no conocia la palabra anea como sinónimo de espadaña y junco. De la lectura siempre se aprende algo.
Tras leer dos veces el apartado de la tienda, creo que si algún día me acerco a dicho lugar, podría reconocerlo perfectamente.
Lo del salpimentero, mis hijos lo saben porque se lo oyeron contar al abuelo, a quién se lo contó su padre que fue capataz en un gran cortijo.¡ A reirse de las nuevas tecnologías!
La segunda parte,que se inicia con la Pasión, menos bucólica, me ha hecho volver, como a tí, a la realidad y a la hipocresía que nos invade, también lo has descrito perfectamente.
Gracias por este viaje.
Gracias, Alicia. Gracias por tus dos comentarios. Es un placer tenerte al otro lado de la pantalla y que disfrutes de mis textos, de veras :) Un privilegio poder tener tu opinión en ellos, más incluso sin saber quién eres de la forma que has llegado a mi blog y te has quedado en él. Espero que así siga siendo. Ahora ando bastante liada, estoy con la escritura de mi tercera novela de intriga y me resta mucho tiempo. Además, ya sabes… las mujeres disponemos de mucho menos tiempo que los hombres, no es un tópico. Por eso ando a traspiés con el blog.
Estoy segura que si vas a Chinchón encontrarás el local del que hablo sin problemas, está en la plaza y es irrepetible y único. Ese local también me sirvió de inspiración para un capítulo de “La décima clave”. En él está mucho más descrito. El propietario también. Es un hombre entrañable, con una memoria, a pesar de sus años, que te deja atónita. Siempre que vamos me habla de mi suegro, de sus tiempos mozos, en los que jugaban al fútbol. Según entra mi marido por la puerta le mira inquisidor, hace memoria con los ojos perdidos en la cara de éste y se le acerca despacio para decirle: tú eres el hijo de …, entonces, el rostro se le ilumina por los recuerdos y comienza a contarnos anécdotas de aquellos días. Anécdotas que dan vida a mi suegro, al que, desgraciadamente, no llegué a conocer.
Me gusta la gente sencilla, llana, la gente auténtica. Me encandila esa forma de ser y de vivir. Por eso, el que te haya llegado el texto es para mí una doble satisfacción, personal y profesional, en ese orden.
Un abrazo enorme y muchísimas gracias!! Ah!! No te vayas :)
Antonia J Corrales
Efectivamente, es genial el artículo. Paralelismos certeros. La descripción de la tienda me ha recordado a otra descripción, igualmente maravillosa y mágica, que hay en "La décima clave".
Hace unos días estuvimos con la pequeña en el médico (revisión cotidiana) y me dio por preguntarle por qué se sigue administrando la vacuna de la polio si esa enfermedad está extinguida. Me dijo que de extinguida nada, que en África sigue a la orden del día. Resulta que allí siguen tomando la vacuna de la polio (quien puede hacerlo) vía oral, tal y como hacíamos por aquí hace unos años. ¿Qué sucede, entonces? Que el virus se mantiene vivo a través de las heces de los pequeños. Espeluznante. Me dijo que, obviamente, todo era cuestión de dinero.
Mientras tanto, sí, alguien paga por ir de turismo por las alturas. Miserables seres.
Un beso, querida Antonia. Y, por cierto, te sonará lo que tengo escrito en mi blog.
Y una curiosidad que se me ha olvidado antes: ¿conoces la Semana Santa sevillana?
Pues sí, querido amigo, así funciona el mundo desde siempre, esto no es nuevo. Pero..., sí lo es la información que ahora tenemos y lo más triste es que muchos ni se indignan ni parece atañerles lo que sucede. Muchos viven en a una distancia prudente de la realidad, no sea que la suya se distorsione. Hay demasiadas injusticias en el mundo y lo más triste es que no se ven manifestaciones de camisetas o pancartas pidiendo que estas situaciones se terminen, pero sí de otras cosas que los medios dan como prioritarias. Me gustaría ver a la gente desnuda pidiendo que las empresas farmacéuticas administraran estos medicamentos a los países pobres de forma gratuita, pero claro, eso no es vanguardista… y lo que mola es dar la nota porque la reivindicación, la reivindicación real, ha dejado de existir.
No conozco la Semana Santa Sevillana, me encantaría, pero hasta ahora no he podido ir a disfrutarla, ya sabes… los posibles son escasos. Ahora bien, sí conozco Sevilla y… y… qué decirte que no se haya dicho ya…
Voy a darme una vuelta por tu blog antes de ponerme a la faena.
Mil besos,
Antonia J Corales
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