Añoro aquellas tardes de verano, cuando el sol comenzaba a caer sobre el horizonte y el trigo se ondulaba en las eras como lo hace el cuerpo desnudo de una mujer bajo las manos de su amante. Añoro el silencio que preñaba las calles en la hora de la siesta. El sol que abrasaba los adoquines de la plaza al mediodía, el sonido del agua cayendo por el caño de la fuente. El olor que desprendían los tomates que colgaban de la mata en las tierras recién regadas por aquellas tormentas veraniegas que dejaban el campo y el cuerpo lleno de iones, húmedo de vida. El canto intrépido y constante de las cigarras que emigraron del pueblo buscando tierras sin cemento.
Añoro el sabor del pan con chocolate, el olor a la leña que desprendían las hogueras en la noche de San Juan. El tacto aterciopelado y fresco del cuero de la bota de vino de mi abuelo…, y su cordón rojo, y la boina negra que en invierno le protegía, como él decía, de coger una pulmonía.
Añoro el cante por bulerías, los fandangos que mi padre entonaba devanando los motores de las lavadoras, que antaño siempre tenían arreglo.
Añoro el ruido que producía el arrastre de la pastilla de jabón sobre la tabla de lavar, sobre la ropa que, minutos después, mi madre escurría con sus manos de piel áspera y quebrada y que más tarde colgaría en la cuerda que atravesaba el patio de la casa de lado a lado. El aroma del jabón casero, las migas con chorizo, e incluso, el Ángelus que nos obligaban a rezar para ser perdonados de unos pecados cometidos en una edad y unos tiempos en los que aún no habíamos aprendido a pecar.
Echo en falta aquel viento limpio que olía a tierra mojada, a alfalfa quemada por el sol, al agua fresca de los ríos que corría con un caudal limpio y cristalino, en donde las truchas: los barbos, las tencas, los lucios y los cangrejos aún se podían pescar. Los espárragos verdes cogidos a pie de carretera. Los atascos domingueros, que llevaban el eco de los goles, retransmitidos por la radio con euforia latina, hasta los arcenes de las comarcales. Aquellas carreteras vestidas de seiscientos, escarabajos y SEAT, en donde los mojones aún tenían notoriedad. El colorido de las motos de campo que hacían filigranas sobre las piedras. El vuelo de los abejarucos que anidaban en los márgenes secos de los cauces. El sabor de las patatas y los huevos fritos en el campo, bajo las ascuas de una hoguera que siempre quedaba enterrada en la arena de la playa del Guadarrama o del Cofio. Playas de agua dulce repletas de madrileños que se iban sin dejar rastro de su permanencia en el lugar, que retiraban hasta el último residuo sin necesidad de que nadie les concienciara de que debían hacerlo.
Añoro aquellos Celtas cortos sin boquilla, matadores pero baratos, y los paquetes de cartón dorado de Kaiser o los de Ducados que escondíamos en el calcetín. Los guateques, en los que todos poníamos de todo, cuando no teníamos de nada. A los pinchadiscos, que sabían cómo y cuando debían poner las canciones lentas. Los encierros, las señales luminosas de los vehículos que circulaban en dirección contraria y nos indicaban que, a unos metros, estaba la Guardia Civil. Los puestos de melones y sandías, que el vendedor calaba y nos daba a catar antes de comprar.
Añoro las historias de fantasmas que situaban a la misma chica en todas las carreteras comarcales de todas las provincias. Los libros prohibidos que nos íbamos pasando de uno a otro en el más absoluto de los secretos. “El último tango en París”, que de tango no tenía nada y de París, el nombre. A ese cartero que llamó más de dos veces y nunca trajo la carta que esperábamos.
Añoro las sillas de anea en las aceras. El negro enlutado de las abuelas que hacían calceta y bolillo como el que no quiere la cosa. Su murmullo ante el caminar de caballo jerezano de la Encarna, que cimbreaba sus caderas con tronío, como ahora lo hacen las modelos en las pasarelas. Aunque la Encarna era más mujer, tenía más curvas, menos huesos y más salud, pero, según rezaban las crónicas del pueblo, le faltaba lo más importante: un poco de vergüenza, aquella que muchas de nosotras también fuimos perdiendo poco a poco.
Añoro la risa afeminada de Carlos, sus ademanes de mujer fatal, su ansiedad por aprender a utilizar el lenguaje con precisión y maestría de literato, su sueño y tensón por llegar a ser mujer algún día. Los piropos que le dedicaba a Javier, quien, incómodo ante nuestras risas, le decía, una y otra vez, que a él le gustaba la carne y no el pescado. Piropos que, a pesar del apuro que le hacían pasar, soportaba día tras día, porque eran amigos.
Añoro “las quedadas” que hacíamos en el bar del pueblo, las horas muertas junto al futbolín o la máquina de bolas. Las pipas en el parque o en las vallas de piedra que delimitaban los jardines de los hoteles de lujo, como antes llamábamos a los chalés. Los vaqueros que, para estar en onda, desgastábamos frotándolos contra las piedras.
Añoro el tiempo que antes se tenía para hablar y para escuchar a los amigos. Ese tiempo en que las charlas se hacían de tú a tú, sin teléfonos ni mensajes vía e-mail o SMS. Ese tiempo en que uno se sentía vivo porque vivía todo con mayor intensidad, porque había tiempo para vivir.
Añoro aquellos días en que nadie tenía prisa por hablar antes de escuchar. En que el sol salía sobre los prados libres de edificios, en que el aire era limpio y fresco. Esos tiempos en los que los pájaros, los reptiles, los roedores y los insectos no tenían que escapar de su mayor depredador: las constructoras.
Añoro no poder enseñarles a mis hijas la belleza de una noche sin luna. El paso de un meteorito y encomendarles a que comprueben cómo, tras la visión de su estela, se cumplen los deseos. Me duele, que no molesta, el no poder hacerlo porque ellas vivan y les hayan enseñado a vivir en ese espacio de tiempo virtual en el que el paisaje es una pantalla y horizonte se escribe sin “h”.
Me duele no poder explicarles con ejemplos tangibles que, a pesar de buscar, no encuentro en ningún sitio, que la felicidad no depende de lo que uno tenga, sino de lo que uno necesite. Que la publicidad es mentira y las películas una ficción; sobre todo, las americanas.
Añoro esa capacidad que antes se desarrollaba por cultura, por arraigo cultural transmitido de padres a hijos, esa que nos enseñaba que la vida no es sólo vivir, es saber vivirla. Vivirla, como dice el título de la obra de Márquez, para contarla. Contarla y escucharla para no tener que decir lo que decía Lope de Vega en su poema: A mis soledades voy, de mis soledades vengo, porque para andar conmigo, me bastan mis pensamientos.
© Antonia J. Corrales
*Del programa radiofónico “Desde el pico del águila”, del Magazín matinal “Calle Real”, -Radio Villalba- emisión del 8 de febrero de 2007. Editado en Gibralfaro, sección Lírica.
Añoro el sabor del pan con chocolate, el olor a la leña que desprendían las hogueras en la noche de San Juan. El tacto aterciopelado y fresco del cuero de la bota de vino de mi abuelo…, y su cordón rojo, y la boina negra que en invierno le protegía, como él decía, de coger una pulmonía.
Añoro el cante por bulerías, los fandangos que mi padre entonaba devanando los motores de las lavadoras, que antaño siempre tenían arreglo.
Añoro el ruido que producía el arrastre de la pastilla de jabón sobre la tabla de lavar, sobre la ropa que, minutos después, mi madre escurría con sus manos de piel áspera y quebrada y que más tarde colgaría en la cuerda que atravesaba el patio de la casa de lado a lado. El aroma del jabón casero, las migas con chorizo, e incluso, el Ángelus que nos obligaban a rezar para ser perdonados de unos pecados cometidos en una edad y unos tiempos en los que aún no habíamos aprendido a pecar.
Echo en falta aquel viento limpio que olía a tierra mojada, a alfalfa quemada por el sol, al agua fresca de los ríos que corría con un caudal limpio y cristalino, en donde las truchas: los barbos, las tencas, los lucios y los cangrejos aún se podían pescar. Los espárragos verdes cogidos a pie de carretera. Los atascos domingueros, que llevaban el eco de los goles, retransmitidos por la radio con euforia latina, hasta los arcenes de las comarcales. Aquellas carreteras vestidas de seiscientos, escarabajos y SEAT, en donde los mojones aún tenían notoriedad. El colorido de las motos de campo que hacían filigranas sobre las piedras. El vuelo de los abejarucos que anidaban en los márgenes secos de los cauces. El sabor de las patatas y los huevos fritos en el campo, bajo las ascuas de una hoguera que siempre quedaba enterrada en la arena de la playa del Guadarrama o del Cofio. Playas de agua dulce repletas de madrileños que se iban sin dejar rastro de su permanencia en el lugar, que retiraban hasta el último residuo sin necesidad de que nadie les concienciara de que debían hacerlo.
Añoro aquellos Celtas cortos sin boquilla, matadores pero baratos, y los paquetes de cartón dorado de Kaiser o los de Ducados que escondíamos en el calcetín. Los guateques, en los que todos poníamos de todo, cuando no teníamos de nada. A los pinchadiscos, que sabían cómo y cuando debían poner las canciones lentas. Los encierros, las señales luminosas de los vehículos que circulaban en dirección contraria y nos indicaban que, a unos metros, estaba la Guardia Civil. Los puestos de melones y sandías, que el vendedor calaba y nos daba a catar antes de comprar.
Añoro las historias de fantasmas que situaban a la misma chica en todas las carreteras comarcales de todas las provincias. Los libros prohibidos que nos íbamos pasando de uno a otro en el más absoluto de los secretos. “El último tango en París”, que de tango no tenía nada y de París, el nombre. A ese cartero que llamó más de dos veces y nunca trajo la carta que esperábamos.
Añoro las sillas de anea en las aceras. El negro enlutado de las abuelas que hacían calceta y bolillo como el que no quiere la cosa. Su murmullo ante el caminar de caballo jerezano de la Encarna, que cimbreaba sus caderas con tronío, como ahora lo hacen las modelos en las pasarelas. Aunque la Encarna era más mujer, tenía más curvas, menos huesos y más salud, pero, según rezaban las crónicas del pueblo, le faltaba lo más importante: un poco de vergüenza, aquella que muchas de nosotras también fuimos perdiendo poco a poco.
Añoro la risa afeminada de Carlos, sus ademanes de mujer fatal, su ansiedad por aprender a utilizar el lenguaje con precisión y maestría de literato, su sueño y tensón por llegar a ser mujer algún día. Los piropos que le dedicaba a Javier, quien, incómodo ante nuestras risas, le decía, una y otra vez, que a él le gustaba la carne y no el pescado. Piropos que, a pesar del apuro que le hacían pasar, soportaba día tras día, porque eran amigos.
Añoro “las quedadas” que hacíamos en el bar del pueblo, las horas muertas junto al futbolín o la máquina de bolas. Las pipas en el parque o en las vallas de piedra que delimitaban los jardines de los hoteles de lujo, como antes llamábamos a los chalés. Los vaqueros que, para estar en onda, desgastábamos frotándolos contra las piedras.
Añoro el tiempo que antes se tenía para hablar y para escuchar a los amigos. Ese tiempo en que las charlas se hacían de tú a tú, sin teléfonos ni mensajes vía e-mail o SMS. Ese tiempo en que uno se sentía vivo porque vivía todo con mayor intensidad, porque había tiempo para vivir.
Añoro aquellos días en que nadie tenía prisa por hablar antes de escuchar. En que el sol salía sobre los prados libres de edificios, en que el aire era limpio y fresco. Esos tiempos en los que los pájaros, los reptiles, los roedores y los insectos no tenían que escapar de su mayor depredador: las constructoras.
Añoro no poder enseñarles a mis hijas la belleza de una noche sin luna. El paso de un meteorito y encomendarles a que comprueben cómo, tras la visión de su estela, se cumplen los deseos. Me duele, que no molesta, el no poder hacerlo porque ellas vivan y les hayan enseñado a vivir en ese espacio de tiempo virtual en el que el paisaje es una pantalla y horizonte se escribe sin “h”.
Me duele no poder explicarles con ejemplos tangibles que, a pesar de buscar, no encuentro en ningún sitio, que la felicidad no depende de lo que uno tenga, sino de lo que uno necesite. Que la publicidad es mentira y las películas una ficción; sobre todo, las americanas.
Añoro esa capacidad que antes se desarrollaba por cultura, por arraigo cultural transmitido de padres a hijos, esa que nos enseñaba que la vida no es sólo vivir, es saber vivirla. Vivirla, como dice el título de la obra de Márquez, para contarla. Contarla y escucharla para no tener que decir lo que decía Lope de Vega en su poema: A mis soledades voy, de mis soledades vengo, porque para andar conmigo, me bastan mis pensamientos.
© Antonia J. Corrales
*Del programa radiofónico “Desde el pico del águila”, del Magazín matinal “Calle Real”, -Radio Villalba- emisión del 8 de febrero de 2007. Editado en Gibralfaro, sección Lírica.
2 comentarios:
Muy hermoso, Antonia. Yo, que soy andaluz, de pueblo, y con mucho orgullo; nieto de analfabetos (con mucho orgullo también), sé bien cuánto significa lo que cuentas. Pocas cosas me gustan más que la tranquilidad del campo. Y con los meteoritos he tenido mucha suerte, el verano pasado y lo que llevamos de este. Suelo montar en bicicleta, por el campo, a última hora de la tarde, y el año pasado y éste, cuando todavía era de día, vi como un pedrusco enorme arañaba el cielo, dibujaba una suerte de cabriola y dejaba una estela de humo que no se perdía hasta que oscurecía. Dentro de un rato saldré a pedalear un rato, cuando afloje un poco el calor. Si vuelvo a ver una estrella fugaz te lo cuento.
Un beso,
Gracias amigo, tus artículos de tu blog "La separata"no se quedan atrás. Ya sabes, cuentas con una fiel lectora de todos ellos. Como loca ando porque llegue tu "tercera" novela.
Besos,
Antonia J Corrales
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