Cuando el tiempo se
detiene
Aún conservo en el
interior de una gaveta entreabierta la esperanza. Juega conmigo al escondite. Por
su ir y venir, se me antoja que quiere escapar, pero no puedo ni debo dejarla
marchar. Allí también guardo un puñado de recuerdos. Forman parte de un pasado
casi inmediato que se me escurre entre los dedos; los mismos dedos que cuentan
las horas yermas de este presente tan imprevisible como vacío. Nostálgico de
aquel entonces que se fue sin previo aviso. Son los mismos que contaron,
escondidos bajo el pupitre, los de aquella suma infantil. Hoy les falta
rapidez, les sobra melancolía y ganas para sumar o restar. Y es que las sumas y
las restas, los gráficos y los números se han convertido, desgraciadamente, en
estadísticas inhumanas que buscan mesetas, curvas, bajadas o subidas sin
nombres ni apellidos; padrenuestros enlutados desde la distancia. Sin ese, tan
necesario, último adiós.
En mi terraza sigue
corriendo el aire arrastrado por el viento que precede a una tormenta, el que
antes olía a vida, a jara, pino y tierra mojada; pero sobre todo a sueños y
libertad. Intento atrapar un puñado de su fuerza. Cierro los ojos, extiendo los
brazos y abro las manos olvidando que el viento siempre se va. Es como el
futuro; un trashumante loco de atar.
Voy y vengo. Me detengo
unos instantes y luego de un suspiro casi apagado me vuelvo a ir. Marcho tras
las lágrimas vertidas por los que se han ido y por los que se irán. Víctimas
mudas y solitarias de una puñalada trapera que les pilló a contrapié.
Me pierdo en el blanco,
verde o azul de las batas que inundan los pasillos de cualquier hospital. En el
ruido y las luces de las sirenas y los aplausos. En la prisa y el miedo de los
repartidores exprés. En el mocho de la fregona que antes bailaba y hoy llora su
orfandad. En las mascarillas y los guantes que nos han robado, entre muchas
cosas, la identidad. En los locales vacíos, en las saetas sin Virgen ni Cristo.
En las fiestas sin feria ni gentío. En los bares cerrados donde nos conocimos,
intimamos o brindamos. Esos lugares tan gratos para conversar. En las tiendas
donde antes comprábamos zapatos, ropa o aquella sortija para regalar. Y el
futuro se me antoja tan imprevisible como la mente de un científico perturbado.
El tiempo, ese que
antes escaseaba, va y se detiene. Lo hace una y otra vez. Se para, se
interrumpe, se trastabilla; cojea.
La vida hoy se me
antoja un juego de irreverentes, de bandidos irresponsables que disparan al
aire sus mentiras, su ineficacia; su mortal irresponsabilidad.
La vida ya no nos me
besa en la boca; se lo han prohibido. Pero, a pesar de ello, y aunque a muchos
les pese, le robaremos un beso; ¡aunque solo uno sea!
Antonia J Corrales ©
Copyright abril 2020
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