RETAZOS


   Amanecía mientras la gente oreaba las sábanas sobre los alfeizares de las ventanas y el olor a café recién hecho recorría las estancias de las casas asentándose en el rellano del portal. Todas las mañanas las radios o los televisores se sintonizaban casi al unísono; como lo hacía el sonido del agua de las duchas cayendo sobre el plato, descendiendo rápido por las tuberías de aquellas paredes de pladur que formaban los tabiques interiores del edificio, al que apodábamos “la caja de cerillas” por el calor que hacía dentro de los pisos en verano.  Después, las puertas de las viviendas se abrían y cerraban, una tras otra, siguiendo una especie de compás que daba paso a un silencio parcial y rutinario, roto en parte por el ruido de algunos pasos apresurados, de los que siempre iban con retraso. Yo solía tomar el primer café de la mañana pegada a la ventana de la cocina, tras las láminas de madera de la veneciana.  Esperaba a que el 25 se detuviera puntal en la parada que había frente a mi portal. Observaba la fila de las personas que esperaban igual que él a que el autobús, el regular, lo llamábamos, pasase. Lo cierto era que solo él me importaba. Contemplarle tras las láminas, de forma anónima, se había convertido en una especie de rito que me hacía sonreír e imaginar y, aquello, imaginar y sonreír, eran las cosas que más me gustaban; aparte de él.

  
Pasaba por aquí, de Aute, sonaba en mi salón, como si fuese el preludio de un deseo que tarde o temprano debía cumplirse. Debía hacerse realidad, pensaba mirando como él tomaba el autobús de las 8:30, aunque no debería, me recriminaba mientras le pasaba la taza de café a mi marido y  volvía a la consabida cotidianeidad de aquellos azulejos blancos como la patena que tantas veces deseé cubrir de grafitis  que me devolvieran la libertad, los sueños, la aventura de sentirme viva de nuevo…

copyright-© Antonia J Corrales


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