CITA DIARIA CON LA MUERTE


Llovía con fuerza, pero, a pesar de ello, emprendió el camino con el ramo de rosas entre sus brazos. Cada tres pasos se detenía para sacudir el agua que caía sin piedad sobre las flores, que amenazaba con empapar la cinta malva. La lluvia resbalaba por la superficie del impermeable verde que le cubría el cuerpo hasta las corvas. La capucha, demasiado sucinta, dejaba al descubierto su incipiente alopecia. Sintió no haber cogido el paraguas, no por él, sino porque no quería entregar las flores tan mojadas, tan mustias, que parecía que su belleza se hubiese licuado con cada una de las gotas que golpeaban los pétalos rojizos, casi encarnados.
«Aún es pronto», se dijo mirando el reloj de bolsillo, y sonrió al recordar que no funcionaba, que sus manillas llevaban quietas desde que lo heredó. Hasta aquel día no lo había necesitado porque estaba habituado a guiarse por la sombra de los árboles, por la espantada que los coches al entrar en el recinto provocaban en las palomas, pero esa tarde las pichonas se habían resguardado y las nubes cubrían el cielo. Desde que comenzó a trabajar allí, había pasado un año, un largo año en el que se acostumbró a la soledad, a no reconocer su voz, a dejar que fuesen los demás los que hablasen, por ello su queja fue muda, reduciéndose a un pensamiento que le hizo mover de izquierda a derecha la cabeza y plantearse la compra de otro reloj.
Cuando llegó a la puerta, permaneció unos minutos quieto, mirando hacia el interior, contemplando cómo la oscuridad embargaba el recinto. Con los pies dentro del aguazal que invadía la entrada, imaginó la flaccidez de sus músculos; los párpados laxos, la mirada vacía, los pómulos afilados, su última mueca de dolor y, como siempre, el plañir insoportable de los suyos. Como en los casos anteriores, se tomó su tiempo. Intentó no hacer suyo aquel dolor, pero todo fue en vano. Se acongojó y volvió a plantearse abandonar. Se dijo a sí mismo que aquella era la última vez, que tenía que dejarlo, que no podía soportarlo más. Permaneció frente a la entrada con la mirada vidriosa y perdida, hasta que el murmullo del cortejo fúnebre lo sacó de su ensimismamiento.
Cuando todos llegaron, colocó el ramo de rosas sobre el féretro, abrió la cancela del panteón y ejerció, una vez más, de enterrador.


© Antonia J Corrales

Texto finalista en el certamen internacional “Las Quinientas” de 2004
Publicado en la revista literaria “El Malpensante”, de Colombia.
Publicado en el número 47- 2006 de la revista de la Facultad de Málaga Gibralfaro.

4 comentarios:

Juanma dijo...

Qué maravillosamente triste es este texto...Qué bueno. Felicidades.
Besotes.

Antonia J Corrales dijo...

Gracias Juanma, cómo eres...
Un beso enorme
Antonia J Corrales

Mercedes Pinto dijo...

Los enterradores, aunque la escondan, también tienen alma, a pesar de vivir con la muerte día a día. ¡Y tú lo cuentas de maravilla!

Unknown dijo...

Que bonito, que duro, que tierno y que bien escrito.
Me ha emocionado.